La aventura del espejo

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Componer un retrato implica prestar atención a dos acciones simultáneas: ver y ser vista. Para mí los más conmovedores son los que se dan en un ambiente de intimidad, donde la vulnerabilidad es posible dentro de una conexión profunda entre fotógrafa y fotografiado. 

Al ser retratada por otras personas, solía ponerme muy nerviosa. Me sentía insegura. ¿Cómo me estará percibiendo en este momento quien ahora tiene la cámara? ¿Qué imagen de mí se mostrará?

Pero algo cambia cuando soy yo quien hace las fotos. Tanto mi ansiedad como la de la persona que estoy retratando, pueden interferir en el proceso y por lo tanto, es importante generar condiciones de calma y seguridad. La comodidad es vital para capturar las expresiones más auténticas, para dejar ver lo esencial. Además de todo eso tengo que prestar atención a la iluminación, los colores, formas y fondo asegurandome de que no haya elementos indeseados en el encuadre. Mucha información para gestionar en poco tiempo. 

A lo largo de los años desarrollé estrategias para generar un espacio íntimo y seguro, que propicie la confianza en un contexto de colaboración y co-creación. Comparto un ejemplo en el que esa complicidad nos empujó a una aventura que derivó en un retrato inesperado.

En 2021, Gen Artes y Ciencias me encargó la tarea de retratar a ocho científicos y a ocho artistas para un proyecto que se llamó “Mirar la mente”. La consigna principal era que las imágenes no delataran la ocupación del retratado. 

Descartadas entonces las opciones de fotografiar en los laboratorios o estudios de los protagonistas, la aventura comenzó con charlas para averiguar sus intereses y pasiones, y juntos imaginar el mejor entorno para hacer las imágenes. 

El retrato inesperado del que les hablaba fue el de la artista Rita Fischer. Siempre admiré su creatividad y al llegar al café en la ciudad vieja en el que nos encontrarnos, me sentía un poco nerviosa. Quería reflejar en la imagen esa sensibilidad que ella despliega en su obra y no sabía si lo lograría. Hice un par de fotos y al verlas en la pantalla de la cámara, ambas coincidimos en que parecían demasiado convencionales. Probé distintas perspectivas desde todos los ángulos e incluso desde fuera del café pero notamos que no estabámos consiguiendo en ese entorno una imagen original. Salimos a caminar sin rumbo ni expectativas. De repente, de la nada, nos topamos con una vidriería alojada en un galpón. Dentro se generaban unos rayos de luces particulares que, atravesando una claraboya en el techo, se reflejaban en vidrios y espejos. Entramos y le pedimos permiso al dueño para hacer unas fotos. Para nuestra sorpresa, no sólo accedió, sino que además se convirtió en un asistente improvisado, reflejando con uno de sus espejos la luz que nos faltaba para realzar la iluminación. 

Fue fascinante experimentar lo que sucede cuando aparecen interferencias y en lugar de verlas como obstáculos, nos abrimos a cambiar nuestros planes desde la curiosidad. Al entregarnos al juego y expandir los límites de nuestra imaginación, escuchamos el miedo y la incomodidad pero nos animamos igual a dar un paso hacia lo desconocido. Permitimos que, de la conexión entre fotógrafa, retratada y vidriero, emergiera algo nuevo.

Ni mejor ni peor que lo imaginado, solo nuevo. La potencia del proceso creativo.

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